EL MICELO Al día siguiente me despertó una suave luz que manaba del filtro estelar, iluminando la estancia con su cálido tono rosado. Me recosté y bebí un sorbo de sopa micelar. Un destello intermitente me alertó de que había dejado algo a medias. Palpé bajo la sábana y extraje la consola retráctil, cuyo parpadeo mostraba la construcción de un mensaje listo para intercambiar. Repasé por encima las líneas de código micélico que había escrito medio dormido horas antes. Sorprendentemente la sintaxis era correcta. El simulador de la consola no puso objeciones, así que envié la orden al biocompilador, que emitió un sordo zumbido mientras imprimía el mensaje sobre la fitoplaca. La humanidad llevaba siglos intentando comunicarse con el micelo, prácticamente desde el mismo momento en que se descubrieron ciertos patrones en los pulsos de corriente osmótica, la misma que comenzó a transportar nutrientes por toda la red micelar y que había servido de maná a esta nueva humanidad. Gracias a la unilengua y a ese suministro, lento pero incondicional, de sopa micélica por todo el planeta, el desarrollo se aceleró en un explosivo renacimiento. Varias generaciones antes de la mía aparecieron nuevas técnicas de emulación, los pulsos micélicos efectivamente parecían traducirse, pero no tenían ningún sentido. Todo resultó ser un espejismo generado por el propio sistema. No obstante, este revés sirvió para que el campo de la criptología micelar tomara nuevo brío, abriéndose nuevas escuelas y redoblándose los esfuerzos por encontrar un modo de leer los pulsos. Minutos después, el biocompilador cesó su zumbido. La placa ya estaba lista. La inserté en la pletina del intercambiador de mensajes y pulsé el botón de carga. El mensaje químico comenzó a fluir por el intercambiador, tiñendo el líquido de verde azulado. Aquella misma tarde recibí la respuesta del micelo. La cabecera era un galimatías, pero en el cuerpo parecía haber una serie de instrucciones desordenadas. Empezó a palpitarme el corazón. Rápidamente apliqué todas las librerías conocidas de traducción micelar. La más prometedora, sin embargo, convertía el mensaje un simple eco del mío, aunque en la descripción de mi intercambiador incluida obligatoriamente, había cambios sorprendentes. Tuve una corazonada. Pasé las siguientes semanas construyendo un nuevo intercambiador siguiendo aquella descripción. Cuando por fin lo terminé, me faltó tiempo para enviar el mismo mensaje. El líquido empezó a fluir por el nuevo intercambiador. Ya me estaba dando la vuelta cuando en la consola brilló una advertencia de respuesta. No podía ser. Me giré de golpe y clavé los ojos en el intercambiador, que mostraba un sencillo pero helador: «Hola. No entiendo lo que quieres decir. ¿Podrías explicarte mejor?». Poco imaginaba que ese mensaje tan trivial iba a ser el comienzo de la primera interlocución real con los entes del micelo. FIN Por supuesto inspirado en un sueño de @CorioPsicologia.